A lo largo de los años, he tenido la experiencia de participar en diferentes actividades, sea como “protagonista” o como acompañante de alguna otra persona con algún tipo de discapacidad física. En casi todas estas actividades, resultaba inevitable escuchar frases como: “Sos un ejemplo de vida”, “lo que hacés es admirable”, “ustedes son seres especiales”, “no verás con tus ojos, pero ves con el corazón”, “los admiro porque jamás se rinden”, “ustedes sí que son sinceros” o la clásica frase del libro “El principito”, de Antoine De Saint-Exupéry: “Lo esencial es invisible a los ojos”.

Desde luego, ese tipo de frases provenían de personas bien intencionadas que, inconscientemente o no, nos sobreestimaban como personas. Sin embargo, era también común descubrir que en la vida real, pasábamos de ser grandes ejemplos a completos fracasos cuando por alguna razón humana, no llenábamos esa “norma” misteriosa con la que se nos medía como personas. Por ese motivo, más allá de las luchas naturales que alguien tiene con sus limitaciones físicas, había algo que resultaba más doloroso aún: el afán por la aceptación y el aprecio genuino, y la frustración constante de no lograr merecerlos.

Pero llegó el evangelio a mi vida y con él, la respuesta definitiva y liberadora a esa incomodidad persistente.

“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos, que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”. 1 Timoteo 1:15

Sí, Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores. Pero, ¿qué tendría que ver eso conmigo? No viví una vida inmoral ni desordenada, por lo menos en apariencia. Tampoco había matado a nadie, ¡eso era imposible imaginarlo, siquiera!

Más, el Señor en Su gracia, comenzó a darme entendimiento de mi verdadera condición delante de Él: alguien que hubo transgredido cada uno de Sus mandamientos a pesar de tener un par de ojos cerrados…

Resulta que nunca necesité ver para mentir (Éxodo 20:16), aunque mi cara me delatara sin que pudiera darme cuenta de ello.

Tampoco necesité ver para guardar rencor contra mi prójimo (Mateo 5:22) y aunque jamás hubiera matado literalmente a nadie, con ese odio ya me convertía en culpable de homicidio (Éxodo 20:13, 1 Juan 3:15).

No hizo falta tener mis ojos abiertos para deshonrar a mis padres (Éxodo 20:12); para tomar el nombre de Dios en vano (Éxodo 20:7); para arrodillarme ante estatuillas de yeso (Éxodo 20:4); para tener dioses ajenos delante de Él (Éxodo 20:3); para codiciar (Éxodo 20:17); para adulterar con alguien en mi corazón

(Mateo 5:28) a pesar de no haber cometido ese acto literalmente; etc. No. Aún si mis piernas no me hubieran respondido para correr, o mis oídos hubieran estado cerrados para oír, o mis manos hubieran permanecido inmóviles… aún así, yo habría hecho todas esas cosas.

¿Cómo puedo saberlo?

Jesús responde magistralmente a esta pregunta:

“Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre”. Marcos 7:21-23.

Sí, mi problema era mi corazón, mi ser interior donde reside todo lo que soy en realidad, pues al igual que todos los hombres que viven sobre esta tierra, “todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5). El diagnóstico del peor de mis males estaba en esas palabras que Jesús le dijo a los que en Su tiempo se creían justos… Es así que comprendí, entonces, que no soy especial, que no soy un ejemplo de vida, que no soy tan sincera como creía, que sin importar mi condición física, delante del único Dios vivo y verdadero, soy tan culpable como todos los demás de haber pecado contra Él (Romanos 3:23), y que merezco el infierno exactamente como todos los demás (Romanos 6:23a).

Pero en Su grandísima misericordia, Dios obró en mí el mayor de los milagros, así como lo ha hecho en tantas personas de toda lengua, pueblo y nación, sin importar su condición física: hizo de mí una nueva criatura (2 Corintios 5:17), me quitó el corazón de piedra que tenía y me dio uno de carne (Ezequiel 11:19), para que por medio de la fe en el sacrificio perfecto y en la resurrección de Su Hijo unigénito, Jesucristo (1 Corintios 15:3-4), yo ahora pueda ser Su hija por la eternidad (Juan 1:12-13), además de librarme de las férreas cadenas del pecado que me aprisionaba en forma de autocompasión, orgullo, amor propio desmedido y tantas otras cosas que sólo causan dolor y pesar, además de que me separan de Dios.

Sí. Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, sean personas ciegas o que ven, sordas o que oyen, mudas o que hablan, paralíticas o que se pueden mover. El único Dios vivo y verdadero no hace acepción de personas y recibe a todo aquel que se acerca a Él en arrepentimiento y fe para hallar el perdón de sus pecados y el regalo de la vida eterna.

El Dios que hizo los cielos y la tierra sabe que somos polvo, que no tenemos poder para salvarnos a nosotros mismos y que nuestras discapacidades físicas no serán excusa para eximirnos de la culpa de nuestros pecados si no nos arrepentimos. ¡Hoy es el día en que has de acudir a Él! ¡Hoy es el día de depositar tu fe solamente en Cristo y confiar en Su obra perfecta para el perdón de tus pecados!

 

Natalia Armando – Beneficiaria de los proyectos “La Verdad a Mano” y “La Fe Viene por el Oír».

Miembro de Reflexiones Bíblicas (grupo virtual de Interacción Bíblica para personas ciegas)